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domingo, 2 de noviembre de 2008

El cuaderno de hojas secas (II)

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Los cuentos están hechos para los días grises, nublados, lluviosos. Para las noches frías, bajo la manta o al calor del fuego. Acércate, quédate sentadito a mi vera, niño del corazón triste, apoya tu cabeza en mi regazo, cierra los ojos...

Para Finwë Anárion



Han pasado mucho días desde que tuve mi primer encuentro con el enanito, con mi enanito de piedra perdido. El otoño avanza y el frío del Polo se empeña en llegar aún antes de que lo haga el Señor del Invierno. Los caminos de la montaña se vuelven difíciles de transitar, la tierra es resbaladiza y apetece más quedarse en casa. Pero en mi cabeza cada día está el recuerdo de aquel enanito al que no le salían las cuentas y cuyo misterio me queda por descubrir.



Hoy las nubes dan una tregüa y el sol sale pronto por la mañana. Me voy para allá. Abro las cancelas mirando a todos lados, aguzando el oído, escudriñando en la distancia. Con la lluvia ha subido el nivel de la alberca y todo está mucho más verde. Me acerco a la casa, a la higuera, aún conserva parte de sus frutos pero la mayoría están diseminados por el suelo, mezclados con las hojas caídas, negruzcos, pasados.

Me pongo los pantalones de campo, me calzo las botas y, con el anorak y los guantes de lana, voy a por la escoba para comenzar a barrer las hojas diseminadas, que se amontan hasta buena altura en los rincones. Las quemaré.

Absorta en esta faena, luchando con el aire que sopla, frío y juguetón, robándome las hojas, arrastrándolas de un lado a otro, me sorprende de pronto una voz pequeña y ruda, muy enfadada:

-¡Eh, niña! ¿Qué haces? No, no, no... No toques nada. ¡No toques nada!

¡Qué susto, dios mío! Acostumbrada a la soledad del lugar, a las voces del silencio de aquellas alturas, al frufrú de las ramas de los árboles, al chillido de las águilas y al eco de respuesta que devuelve la montaña, al trino de los pájaros, el zumbido de las avispas, algún ladrido de los perros de las fincas vecinas... pero no a una voz tan cercana que no he sentido llegar.

He dado un brinco y el corazón me late a trompicones. Me agarro con fuerza a la escoba, no para defenderme sino más bien como si ella me pudiera proteger... Me giro para ver a mi interlocutor. Tengo el convencimiento de que es aquel a quien tenía deseos de ver. Dominando el susto del principio me doy la vuelta justo en el momento en que la voz llega hasta donde me encuentro. Sí, está enfadado, muy enfadado. ¿Pero qué he hecho?

-¡Niña, niña! ¿No sabes que el Hada Otoño está por llegar?

-¿El Hada Otoño? ...¿? ... ¿Quién?

Lo tengo delante. Me llega a la cintura. Va vestido de verde como en la anterior ocasión. Lleva guantes, como yo, y el gorro bien calado sólo deja ver las puntas de un cabello largo y blanco, tan blanco como la barba tupida que luce en la cara.

Su expresión es seria, muy seria. Parece que he cometido una falta grave. Y sus ojos son más serios aún. Me mira desde abajo a través de unas lentes de aumento redondas, colocadas ante sus también redondos ojos, los brazos en jarras, las manos enganchadas en su ancho cinturón. Habla de nuevo, haciéndome un gesto con la mano.

-Acércate, niña.

Me agacho hasta que mis ojos asustados quedan a la altura de los suyos, grises, que me miran con severidad.

-Hoy es el día en que llega Aredhel Fëfalas, el Hada Otoño, a revisar estos parajes. Para conocer cómo han madurado los frutos, cómo las hojas han cambiado de color, cómo ha crecido la población de conejos, si los topillos han construído sus toperas a tiempo. Si los árboles de las laderas, si los zumaques, si el tomillo, si las piedras del camino, están todos preparados en el cambio de estación. Si ha llegado el hombre y ha originado desperfectos... Tú, niña... Me mira despacio. Si se han elimado los que antes realizó...

Ahí le cambió el rostro. De malhumorado pasó a preocupado, un estremecimiento lo volvió casi frágil. Me mira de nuevo. El sabe que no todos los humanos son dañinos y menos aún lo son los niños. Es importante que los humanos pequeños conozcan la verdadera realidad, la que olvidan muchos cuando llegan a adultos.

...Continuará...


©Paloma
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