Camino de nuevo hacia mi infierno. Mi. Intransferible. Me espera, posesivo, para engullirme de los pies a la cabeza o de la cabeza a los pies. Yo no quiero. No quiero ir. Deseo gritar pero no puedo. Ni permitírmelo siquiera. Se me ahoga el grito atropelladamente.
Aún no he entrado y ya quiero salir. Gruñe complacido, anticipando, imaginando, saboreando ya en su mente tortuosa el placer de lo que presiente, insalivando, refrenando su ansia. Y mis pies me conducen, autómatas, mientras mi cabeza intenta con todas sus fuerzas retener los pasos, que no avancen... Loca, no te queda otro remedio, has de venir. Percibo la fuerza de esa mente maligna, poderosa, oscura. Tira de mí. Se me agarra.
Introduzco la llave. Se revuelve inquieto el monstruo que me espera. Más fuerte, increíblemente más fuerte que yo. Chirría la cerradura, una sacudida de alegría hace vibrar al que está dentro, nervioso, le cuesta dominarse, a punto de estallar de excitación. Su respiración hedionda e impaciente me golpea al abrir la puerta y penetra por mi nariz, inundándome el cerebro de rechazo y repugnancia. Mi corazón se hiela y, sin embargo, debo entrar.
Entreabro la puerta. Por Dios, he de hacerlo. Ahí está. Me mira a los ojos desde lo oscuro, despiadado y salvaje, relamiéndose en la certeza de que no puedo escapar. De cabeza en el horror. Y se avalanza sobre mí comenzando el festín, devorando glotón, desgarrando la carne, triturando los huesos, tragando insaciable, impasible ante mi esfuerzo por zafarme, decidido a engullirme entera entre sus fauces sanguinolentas y descarnadas, deglutiendo, obligándome a avanzar, a adentrarme a pedazos entre sus vísceras calientes y negras en las que el aire falta. No respiro. Me asfixio. Cierro los ojos. Quiero salir. Desespero. Lloro. Quiero salir.
Me fuerza a recorrer todos los rincones. Inframundo. Empujándome, hundiéndome entre restos informes y nauseabundos, entre esqueletos destrozados de los que llegaron antes. Una vuelta de tuerca más hasta que grito de angustia suplicando el fin sin que nada audible brote de mi garganta. Y, a punto de sucumbir, ya sin cordura, al fin, cede. Afloja. Me devuelve al mundo exterior. Sabe que regresaré, que lo hago cada día y que me tendrá una y mil veces más aún, que me llevará a través de sí, deleitándose con mi sufrimiento.
Es mi monstruo de cada día y yo pido un milagro que me lleve lejos de aquí.
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