En la aldea desde muy antiguo se hablaba de modo recogido de las artes mágicas y embaucadoras de algunos seres. La niña que había crecido entre aquellas historias no reconocía como ciertos sus contenidos, la inocencia, siempre atrevida, cuando se arropa del valor produce estos efectos. Aún siendo una niña que levitaba a menudo sobre su cotidianidad seguía incrédula ante los conjuros. El mago del bosque había sabido leer en el fondo de su inocencia esta debilidad y con mucha delicadeza había desviado su fuerza creadora mediante un embrujo de extremada ternura.
Cuando esa mañana la niña se levantó a saludar al sol, su señor, no sabía que el perfume encerrado en aquella cajita de abedul se evaporaba para concentrarse a su alrededor e ir consumiendo su energía vital hasta apagar el brillo de sus mejillas y con su hechizo cautivar la voluntad y el cariño de la muchacha.
Ella procedió a realizar sus tareas como un día más. No se sentía mal, un poco aturdida, algo despistada y sobre todo huraña con las demás personas de la aldea. Sólo deseaba que no la perturbaran, quería permanecer en un mundo de vibraciones cortas y silencios. Allí encontraba una paz de casi somnolencia que no le impedía movilizar sus miembros. Alguien experto en esas artes hubiese comprendido presto los efectos de la pócima perfumada, pero nadie próximo a ella poseía esos dones.
Los días posteriores fueron dejando huellas muy visibles de sus errores, movimientos cada vez más lentos, tareas que en antaño estuvieron automatizadas hoy parecían nuevas. Huevos que se caen de sus manos al recogerlos en el gallinero; leños que no quieren prender aún con la insistencia de la repetición; gachas, que siempre fueron muy sabrosas, hoy estaban sosas; salsas que se cortaban por la falta de brío al batirlas... Noches pobladas de ensueños que daban paso a amaneceres cansinos en los que su señor se alertó al notar la ausencia del saludo alegre.
Un día en que la niña caminaba por el bosque absorta y meditabunda la bruja milenaria salió a su encuentro. Había sido avisada por los conejos saltarines.
-Abredemadre, niña encantada, cómo estas tan apagada. Abredemadre.
La niña pegó un respingo, sobresaltada fijó su vista en la barbilla de la bruja y casi sale corriendo.
-Schtts, espera, cómo es que tienes tanta prisa?
Parpadeó despacio y de nuevo posó su vista sobre la bruja, esta vez en su sonrisa. La reconoció al punto, ella era quien le había enseñado ciertos secretos del bosque. Nunca le prohibió nada sólo la enseñaba sus conocimientos para que supiera protegerse y vivir. Por eso la niña la apreciaba tanto.
-Buenos días, Casilda, respondió la niña, más tranquila. Voy en busca de cortezas de sauce para unos granos que les salieron a los muchachos en las manos.
Caminaron un largo trecho, siempre en silencio, hasta llegar a la laguna saupera donde recolectar los trozos caídos y secos de la corteza. Nunca se debían arrancar directamente le había enseñado un día. Y la bruja se alegró de que lo recordara porque eso demostraba que el hechizo que sufría no le haría demasiado daño. La bruja sonrió para sus adentros, mientras la niña lentamente iba recogiendo los trocitos y depositándolos con delicadeza en un saquito de cuero.
Seguro que había sido el mago del árbol mágico quien había estado haciendo de las suyas. Ella también cayó bajo sus encantos, hace muchos, muchos años, cuando los dos eran lozanos y bellos. Sonrió de nuevo, buscaría entre sus pergaminos un conjuro que si no liberaba a la niña al menos contrarrestara los efectos de aquel mago juguetón y travieso. Con sus años... Volvió a reir.
Pero era imprescindible para que surtiera efecto que la niña permaneciera alejada de él, y eso era muy, muy dificil, pues parte del encantamiento consistía en atraerla hasta su cobijo, donde cada vez renovaba el conjuro, haciéndolo más y más potente. Pensando sobre ello, la bruja Casilda desapareció sin despedirse.
Los días pasaban y la niña en vez de mejorar, empeoraba. Cada día abría su corazoncito, lo tocaba con sus dedos finos y untaba después el dulce aroma por su cuerpecito. Después de este ritual inexorablemente subía hasta el bosque, ya no atendía a nada, con paso rápido se adentraba en la espesura y sólo recuperaba la calma cuando sentía moverse a su alrededor el manto del mago. Entonces la picardía de él despertaba los encantos dormidos de ella y podía pasar un rato, compuesto de muchas horas, en perfecta armonía y vitalidad. Saltaban, reían, jugaban y se entregaban sus más valiosos presentes antes de despedirse.
La bruja los espiaba con su bola encantada y sonreía. Quería liberar a la niña, ya había encontrado la fórmula, pero cuando los contemplaba tan felices y compenetrados se decía. Esperaré a mañana, unas pocas sonrisas a su ,a veces, oscura vida no puede hacerle daño. Y se quedaba sonriente contemplando esos dos seres tan joviales que se cuidaban mutuamente...
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©Finwë Anárion
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Un beso de ternura para ti cada vez que lo leo.
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