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He regresado. Como casi todos los años. He regresado a ese lugar anclado en el recuerdo desde mi niñez. De veranos casi interminables (los estudiantiles), de sol, de luz, de horarios un poco menos severos. Sólo un poco. Envidiaba profundamente a mis primas, que salían de casa sin hora de regreso.
La playa infinita de arenas blancas. Los largos paseos por la orilla. Las dunas y esas plantas que crecen en ellas, con su característico olor. Los chillidos de las gaviotas mezclados con el ruido de las olas al romper. Hmmm... el aroma a mar... Se abren los pulmones... Y la brisa, siempre la brisa enredándose en los pasos, como lo hace el agua, y en la cara, en el pelo. Y cuando no, el nordeste, frío y desapacible.
He regresado. Como casi todos los años. Los rostros familiares, un poco más gastados, más arrugados, más viejos. Me impresiona la visión de los estragos que ocasiona el tiempo en ellos. Me transporta de golpe ante un espejo, cual Dorian Gray ante su alma. ¿Por qué me impacta tanto la vejez? Me golpea la cercanía inexorable de la muerte.
Hace algunos años que he comenzado a pensar en ella, en la muerte. A tenerla presente en cada pensamiento sobre mis seres queridos. Antes existía, lejana. Existía sin rozarme. Llegó la de mi padre y se quedó conmigo. Llegaron las salidas de mi hijo, las motos, los coches... y se instaló un poco más. Y ahora la pienso en cada rostro que miro y la pienso, a cada instante, en mí.
Los abrazos, las sonrisas, la alegría, los "tan guapa como siempre" y los "por ti no pasan los años"... mientras mi mirada se hunde en los ojos profundos de la muerte. Uff... suena muy fuerte, ¿verdad?
Y quisiera detener el tiempo. Detenerlo para todos porque me da miedo lo que llegará después. Y los abrazo con ternura despidiéndome ya sin que puedan sospechar siquiera lo que yo siento.
©Paloma
He regresado. Como casi todos los años. He regresado a ese lugar anclado en el recuerdo desde mi niñez. De veranos casi interminables (los estudiantiles), de sol, de luz, de horarios un poco menos severos. Sólo un poco. Envidiaba profundamente a mis primas, que salían de casa sin hora de regreso.
La playa infinita de arenas blancas. Los largos paseos por la orilla. Las dunas y esas plantas que crecen en ellas, con su característico olor. Los chillidos de las gaviotas mezclados con el ruido de las olas al romper. Hmmm... el aroma a mar... Se abren los pulmones... Y la brisa, siempre la brisa enredándose en los pasos, como lo hace el agua, y en la cara, en el pelo. Y cuando no, el nordeste, frío y desapacible.
He regresado. Como casi todos los años. Los rostros familiares, un poco más gastados, más arrugados, más viejos. Me impresiona la visión de los estragos que ocasiona el tiempo en ellos. Me transporta de golpe ante un espejo, cual Dorian Gray ante su alma. ¿Por qué me impacta tanto la vejez? Me golpea la cercanía inexorable de la muerte.
Hace algunos años que he comenzado a pensar en ella, en la muerte. A tenerla presente en cada pensamiento sobre mis seres queridos. Antes existía, lejana. Existía sin rozarme. Llegó la de mi padre y se quedó conmigo. Llegaron las salidas de mi hijo, las motos, los coches... y se instaló un poco más. Y ahora la pienso en cada rostro que miro y la pienso, a cada instante, en mí.
Los abrazos, las sonrisas, la alegría, los "tan guapa como siempre" y los "por ti no pasan los años"... mientras mi mirada se hunde en los ojos profundos de la muerte. Uff... suena muy fuerte, ¿verdad?
Y quisiera detener el tiempo. Detenerlo para todos porque me da miedo lo que llegará después. Y los abrazo con ternura despidiéndome ya sin que puedan sospechar siquiera lo que yo siento.
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