Una y otra vez me digo: Ya está. Se ha terminado. Acéptalo. Y me obligo a beber con parsimonia la hiel de la certeza, degustándola a sorbos, dejándola extenderse poco a poco por mi lengua, deslizándose mientras dibuja un camino de fuego amargo en mi tráquea. Y me obligo a someter a mi garganta, pues se niega a tragar, mientras mis ojos se le alían, inmisericordes, llenándose de agua titubeante que pugna por derramarse.
Me esfuerzo en traspasar con la mirada ese escudo que la distorsiona, dirigirla hacia adelante, respirando hondo, para que nada me distraiga ni me vuelva débil. No importa. Ya está. Ya lo sabías, niña.
Y soy implacable conmigo misma. Me niego a aceptar mentiras, enmiendas, apaños, fantasías que no sean ciertas. En ocasiones me dejo engañar pero sólo un poquito y sólo por mí misma. Me digo: no sabes lo que vendrá, da una oportunidad, será diferente. Qué dulce es el breve instante de casi creerlo. Qué pena no ser ya tan inocente. Ilusa e implacable, ¿cómo conjugarlo?
Y no siéndolo, lo sueño. Sueño encontrar una mano en la que sujetarme y que no desaparecerá. Sueño unos ojos en los que perderme sin miedo. Unos brazos que, dejándome libre, me atrapen. Unos pies que caminen junto a los míos.
Pero hoy, hoy no, hoy ya sé que esta vez no será. Y la certeza se abre paso desde hace tiempo quitándome la venda, leve, pero venda al fin, que busca mantener vivo lo que está muerto.
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©Paloma
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