Llueve. Y la lluvia, con fuerza, va empapándolo todo. Es una densa cortina, apenas inclinada, que abro a mi paso. Siempre es un milagro ver el río por la mañana. No importa lo fría o cálida que ésta sea. Y, cuanto más gélida, más maravilla encontrarlo animado, siempre animado, con los juegos de los patos que se persiguen aprovechando la corriente, avalanzándose unos sobre otros, poblando el ambiente de un escandalera agradable de graznidos como la de la chiquillería en verano a la puerta de casa. Pero es invierno, el agua está helada. El río está desnudo. Cada comienzo del otoño lo limpian para que, con las crecidas del invierno, no queden taponados los ojos del puente.
Voy mirándome los pies al andar sobre el suelo mojado. Me gusta ir pisando el suelo que brilla y la sensación de aislamiento que produce el paragüas, un pequeño reducto, aún un pequeño mundo mío en el que seguir refugiándome por un poco de tiempo más antes de volver a la realidad.
Bajo esta lluvia miro por encima de la baranda, como cada mañana, sin esperar ver a los patos esta vez porque no se oyen. Y, de pronto, allí está, en el centro, mi grulla, la grulla solitaria que desde hace ya muchos meses se deja ver en el río, que no es profundo. Bajo la cortina de lluvia, majestuosa, apoyada sobre una de sus patas...
©Paloma
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La grulla
Había una niña que, después de Reyes y muy contenta, iba al colegio. Cada mañana cruzaba un puente, un puente viejo de piedras llenas de historia. En alguna se adivina un corazón con dos nombres borrados, los líquenes dibujan mapas en él.
Pero volvamos a nuestra historia, que el narrador se distrae. Nos encontramos en ese puente cuyas piedras hacen volar la imaginación.
Cada mañana la niña, con su mochila muy pesada, descansaba apoyada en la baranda. Un día un sonido distinto llamó su atención y fue, al mirar donde la corriente ríe, que vió una grulla majestuosa en mitad del cauce. Entre el hielo, la grulla juega con los pececillos que, ateridos de frío y en su lenguaje de pez, cuentan a la niña que se entristecen por la soledad del ave.
Y asi, día tras día, la curiosidad la acercaba allí donde la grulla descansaba.
Una mañana la niña paseaba con más tiempo y bajó al río. Desde la orilla se veían los carámbanos de hielo suspendidos del puente. Se acercó despacito a la grulla y ésta, sin asustarse, permitió que con su mano le acariciara las plumas.
Ella no entendía pero, como era pequeña, habló a la grulla preguntándole su nombre...
La grulla respondió: "Mi nombre es el tuyo. Yo soy quien no eres hoy. Recuerda que, cuando tomas una decisión, si cambias de dirección en una calle, yo continúo andando por donde tú ibas".
Ella extrañada exclamó: "¿Te llamas como yo?". Y, mirándose en el espejo que era su grulla, quiso saber por qué no tenía también su forma.
Riéndose bajito, la grulla respondió: "No represento tu cuerpo sino tu alma".
La carita de la niña se iluminó y muy feliz volvió a su vida, sabiendo que su grulla la miraba y cuidaría de ella cada día...
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Nota: Se trata de un regalo de Finwë Anárion... Aún inacabado.
©Paloma
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0 briznas para mi nido:
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